lunes, 8 de agosto de 2011

CRISTAL


Lo tengo todo” pensó Cristal. “Soy una hija de perra con suerte, ¿para qué quiero más?”. Sentía que tenía toda su vida bajo control. Se regocijaba en sus pensamientos mientras recordaba cómo se había enamorado de su marido. O puede que sólo se casara con él por dinero. No era el momento para pensar en ello.

Ángel llegó de trabajar. Cristal escuchó cómo se cerraba tras él la puerta del recibidor. Se puso cómoda sobre la cama, vestida únicamente con una bata negra finísima que se fusionaba perfectamente con su piel perfilando sus curvas. A él le iba a encantar. Por fin Ángel llegó a la habitación donde se encontraba su mujer. Él se apoyó en el marco de la puerta y mostró la rosa roja que había comprado para su esposa unos minutos antes. Sonrió. Ella también. Ángel se acercó a la cama, dejó apoyada la rosa sobre el tocador, al lado del pequeño espejo redondo mientras observaba su reflejo. Se quitó la chaqueta y se desabrochó la corbata mientras ella dirigía su mano derecha a su entrepierna. Extendió la cabeza hacia atrás a modo de placer mientras sus dedos jugueteaban con sus labios inferiores.

Ángel se apresuró. Se bajó los pantalones, se quitó la camisa y se lanzó sobre ella rápidamente pero con caballerosidad. Recorrió con sus manos las piernas de su mujer, luego la cintura, las axilas, el cuello y por fin la cara. La agarró con ambas manos y le marcó un beso apasionado. El corazón de Cristal se aceleró, y notaba cómo las manos de su marido quemaban en su piel. Como siempre.

Él se levantó y fue a por unas esposas al cajón de los “juguetes”. Sacó un par. Se las colocó a Cristal, primero una muñeca y después la otra. A ella le dolían las muñecas de tanto usar las esposas. Pero no le importaba. Ángel fue recorriendo el cuerpo de su mujer a base de besos que le perforaban la piel y de lengüetazos que arañaban su tez. El cuello, los hombros, los senos…

Agarró los pechos de su esposa con suavidad, y los acariciaba mientras seguía con los besos entre ambos senos. Cristal volvió a extender la cabeza hacia atrás. Sentía que sus pechos le iban a explotar. Entonces Ángel se levantó y, con cuidado, embistió su miembro viril hacia la entrepierna de ella mientras Cristal abría sus extremidades inferiores.

Y lo sintió. Lo sintió tan dentro suyo que creía que iba a desgarrar su cuerpo. Pero él iba con cuidado a medida que aumentaba la velocidad de penetración. Cristal comenzó a gemir. Él también. La abrazó fuerte y le besó el cuello. Ella se retiró como por reflejo. Pero quería más. Todavía estaba en la dicotomía que dividía el placer del dolor.

Ángel la penetraba con fuerza. Aquel iba a ser el día indicado. Ella lo estaba sintiendo en su interior. Iba a quedar fecundada. Iba a albergar un ser, y le daría vida. Gritó del placer como nunca antes lo había hecho. Ángel agarraba su cuerpo con fuerza. Los dos querían. Beso. Caricia. Lametón. Contacto. Y entonces salió de él disparada la mitad de la futura vida, y se acercaba a la otra mitad, que poseía ella. Cristal cerró los ojos. Su hijo. Su futuro hijo. Su marido. Al que amaba. Ahora lo sabía. Lo amaba de verdad. Por fin acabó. Ángel yació unos segundos sobre el cuerpo de su mujer, ambos con la respiración agitada. Él se levantó, le dio un besó en la boca y se dirigió a por la rosa roja que había dejado en el tocador, al lado del pequeño espejo redondo, pero ya no podía ver su reflejo. Al lado del mueble Ángel observaba a su mujer, fecundada, orgásmica. La miraba enamorado. Sonrió. Se acercó a ella y depositó la rosa roja sobre el vientre de su esposa.

Y la dicotomía se desvaneció. Ella volvió en sí. Atada a la cama, con las muñecas ensangrentadas, como el resto de su cuerpo a causa de las mordeduras y los golpes que su pareja le había estado propinando en su contra durante tantos años. Ella no había huido porque estaba enamorada de él. Estaba atada a esa persona que la mataba día tras día. Tumbada inmóvil sobre la cama, casi no podía abrir los ojos. Tenía los párpados completamente amoratados e inflamados. Aún así pudo abrirlos lo suficiente como para dejar escapar unas amargas lágrimas y ver qué era lo que tenía en el vientre.

Rosa observó que el cabrón de su marido le había clavado un trozo de cristal del espejo del tocador en su abdomen, matándola por fin no sólo a ella, sino también al bebé que esperaba, perdiendo así su vida y la del futuro ser que ya nunca nacería.

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